Reitero: yo no voy a votar

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  Ya dejó de ser invitación. Ha pasado a ser abiertamente una súplica para que participemos en la comedia trágica del siglo: la elección jud...

 

Ya dejó de ser invitación. Ha pasado a ser abiertamente una súplica para que participemos en la comedia trágica del siglo: la elección judicial. Un espectáculo donde la democracia se vuelve farsa y el Poder Judicial se convierte en la piñata favorita del régimen. 

¡Pasen, pasen todos a votar! Que no importa a quién elijan, el guion ya está escrito y los protagonistas seleccionados.

Se nos convoca, con la urgencia de quien vende celulares de liquidación, a convalidar en dos semanas una catástrofe constitucional disfrazada de "avance democrático". La premura no es casualidad: el régimen sabe que la reflexión es enemiga del autoritarismo. Nos piden nuestro voto para aniquilar al Poder Judicial como entidad profesional e independiente mientras, de paso, dinamitan las bases de confiabilidad de nuestro ya maltrecho sistema electoral. La palabra "independencia" en el vocabulario oficial tiene hoy el mismo valor que "austeridad" o "combate a la corrupción": mero confeti lingüístico para adornar discursos mientras se hace exactamente lo contrario.

Se nos invita a votar a ciegas por candidatos que, ¡sorpresa!, provienen mayoritariamente de la misma coalición política. Si en una elección normal —si es que tal cosa existe todavía en México— los votantes tienen al menos algunas pistas para orientar su voto, en esta lotería judicial ni siquiera sabremos qué número estamos comprando. 

Y es que hay una monstruosa diferencia entre esta farsa y las elecciones 'convencionales'. Le explico:

En las elecciones que podríamos llamar 'tradicionales', el ciudadano identifica opciones de continuidad o cambio, ubica posiciones ideológicas y recuerda la historia reciente de las ofertas partidistas. 

Pero en esta función de títeres judiciales, más allá de las caras sonrientes de algunas ministras que ya adelantan genuflexiones al nuevo poder, resulta imposible distinguir a quienes buscan nuestro voto.

El sufragio democrático tiene sentido únicamente cuando constituye un acto de responsabilidad ciudadana, es decir cuando cada uno vota por razones estratégicas, ideológicas, por hábito o para enviar un mensaje. El vínculo democrático se establece precisamente cuando el votante se somete a las consecuencias de su voto: disfruta o padece lo elegido. El ciudadano que apuesta por una opción queda atado a ella porque habrá de asumir las consecuencias de su decisión, sintiéndose orgulloso de un acierto o aprendiendo de un error. 

Pero la elección de jueces no ofrece nada de esto porque, en teoría, los togados no deben traducir la voluntad de sus votantes en decisiones judiciales. Querer que un juez se someta a mi voluntad o a la de la mayoría es querer comprarlo.

Un legislador o un alcalde, por supuesto, ha de seguir nuestras instrucciones como representantes populares. Un árbitro no. El político que traiciona sus promesas puede y debe ser castigado a través del voto. Pero participar en la elección de los árbitros equivale a aceptar que un ministro de la Suprema Corte se convierta en un diputado con toga, un político más bailando al son que toquen desde Palacio Nacional.

Por eso, el voto de junio es un ejercicio magistral de irresponsabilidad cívica, un monumento al absurdo democrático, la cereza en el pastel del autoritarismo light que vivimos. Habrá quienes piensen que votar puede ahuyentar el mal mayor, evitar la captura total del Poder Judicial y ayudar a que permanezcan en los tribunales abogados experimentados y honorables. Es como creer que un paraguas puede protegernos de un tsunami. No hay espacio para el mal menor cuando la arquitectura constitucional entera se derrumba ante nuestros ojos con la precisión de una demolición controlada.

Reitero e insisto: la invitación del régimen debe ser desatendida con la misma cortesía con que rechazaríamos una propuesta para invertir en un esquema Ponzi. Debemos reconocer, aunque duela a los defensores del voto como panacea universal, que existen ocasiones en que el sufragio se convierte en un instrumento antidemocrático. Aunque la presidenta Sheinbaum finja amnesia histórica selectiva, los libros están repletos de procesos electorales que han servido únicamente para darle un barniz de respaldo popular a regímenes autoritarios. Desde Lenin hasta Orbán, pasando por Chávez y Maduro, la historia del autoritarismo moderno es también la historia de elecciones cuidadosamente diseñadas para legitimar lo ilegitimable.

No encuentro razones atendibles para votar en junio porque votar a ciegas no es votar: es participar en una sesión de espiritismo institucional donde nos venden la ilusión de comunicarnos con una democracia ya fallecida. Quien vota a ciegas no puede hacerse cargo de su voto, como quien firma un contrato en idioma desconocido. Se nos invita a convalidar la captura política del Poder Judicial, a colaborar en la demolición del régimen constitucional, a prestarle la legitimidad de nuestro sufragio al autoritarismo. Es como si nos pidieran amablemente que cavemos nuestra propia fosa constitucional y agradeciéramos que para ese trabajo nos regalen la pala. 

Gracias por la invitación, pero a esa kermés del despropósito no tengo la menor intención de asistir.

De paso, y como quien no quiere la cosa, se nos convoca a participar como testigos —si no es que como cómplices— de la desintegración de la cadena de confianza electoral que tanto nos costó construir. El árbitro electoral conserva las siglas del INE como un cadáver conserva su nombre en la lápida: técnicamente correcto pero inútil en la práctica. Ha dejado de ser garante de una competencia equilibrada regida por leyes para convertirse en un espectador más del espectáculo del poder. Violar las leyes electorales no tiene hoy consecuencia alguna, salvo quizás un tímido comunicado institucional que nadie lee. Las ministras del régimen lo demuestran cada día con la misma naturalidad con que respiran.

El primer domingo de junio se estrena un sistema electoral tan confiable como un billete de tres y medio pesos. Al sufragio lo han despojado de todas sus viejas seguridades como a un jubilado de sus ahorros. En la elección judicial no serán mis vecinos quienes contarán mi voto, no conoceré de inmediato el resultado de mi casilla. Votar ese día es un acto de fe comparable a lanzar una botella con mensaje al océano, esperando que algún funcionario honesto la encuentre y la lea. Ni siquiera se cancelarán en la casilla aquellas boletas que no se usen, dejando abierta la puerta a la creatividad aritmética que caracterizaba a los procesos electorales de los setentas. Creer que mi decisión será contabilizada correctamente es una apuesta sin fundamento en la mecánica institucional, como confiar en que un casino en quiebra pagará el premio mayor.

México avanza hacia un modelo donde la separación de poderes será tan real como los Reyes Magos. La diferencia es que los niños eventualmente descubren la verdad sobre estos personajes, mientras que a los mexicanos se nos pide mantener indefinidamente la fantasía de que seguimos viviendo en una democracia constitucional. Esta elección judicial no es el fortalecimiento de la democracia que nos prometieron; es su epitafio adornado con flores de papel.

Si existe algo más triste que esta farsa, es que millones de mexicanos, con la mejor de las intenciones pero con la ingenuidad de quien compra un detector de mentiras en un bazar, acudirán a las urnas creyendo que participan en un ejercicio democrático. Pero no los culpo: cuando la propaganda gubernamental te bombardea 24/7 desde todas las tribunas posibles, resistirse requiere un esfuerzo sobrehumano de crítica y escepticismo.

Mientras tanto, los verdaderos beneficiarios de esta reforma —los nuevos jueces y ministros sumisos al poder— ya preparan sus togas como quien plancha el uniforme para su primer día de escuela. 

La independencia judicial mexicana no morirá con un estallido, sino con el sonido de millones de boletas cayendo en urnas el próximo junio, seguido por el aplauso entusiasta de quienes confunden la obediencia con la justicia.

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Reitero: yo no voy a votar
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