El debate político en esta era, que algunos llaman la Cuarta Transformación con un suspiro de reverencia o una mueca de hartazgo, dependie...
El debate político en esta era, que algunos llaman la Cuarta Transformación con un suspiro de reverencia o una mueca de hartazgo, dependiendo de la trinchera, se ha transformado en un espectáculo digno de la más ácida de las comedias.
Así pues, en esta era panfletaria y cuatrotera lo que verdaderamente gana la partida son los expedientes. Sí, esos jugosos archivos del pasado, llenos de "metidas de pata" o, mejor aún, de acusaciones de "metidas de pata", porque en este circo ni siquiera necesitas haberte equivocado de verdad, basta con que alguien diga que lo hiciste para que tu opinión se volatilice. Da igual si eres un sesudo economista, un ambientalista apasionado o un experto en derecho electoral, si el dedo acusador señala alguna pifia histórica, tu voz queda automáticamente silenciada, descalificada sin apelación posible.
La presidenta Claudia Sheinbaum, en un despliegue de esta nueva y brillante lógica, nos ofreció una cátedra magistral al responder a las críticas del expresidente Ernesto Zedillo sobre ese delicioso "dedazo judicial que se cocina a fuego lento en Palacio Nacional". La respuesta, digna de un aforismo de la precariedad intelectual: "Él no puede hablar porque hizo el Fobaproa. Fin del debate. Vamos a lo siguiente". ¡Pam! Así de simple, así de contundente en su total falta de sustancia. El razonamiento, lo describe el video con una ironía tan fina que casi corta, es "impecable en su precariedad".
La premisa es cristalina: si tropezaste, si cometiste un error en el pasado, pierdes el derecho universal a opinar sobre cualquier tema bajo el sol, aunque tengas la razón más aplastante del mundo, aunque tus argumentos estén bañados en lógica pura, datos irrefutables y hasta respaldados por la jurisprudencia internacional sobre la sacrosanta independencia del poder judicial. Pero nada de eso importa, ni la lógica, ni los datos, ni la jurisprudencia. Lo único que resuena es el eco del "hizo el Fobaproa". ¡Un argumento demoledor, si lo que buscas es no argumentar en absoluto!
Siguiendo esta luminosa senda lógica, uno no puede evitar la tentación de aplicar el mismo criterio a otros ilustres personajes que pueblan el escenario político actual. ¡Ah, qué delicia sería esgrimir este garrote de la memoria histórica selectiva!. "¡Cállate, Andrés Manuel!" podríamos gritar con la misma contundencia vacua. "¿No ves que se te quemaron 40 migrantes?". Un golpe bajo, cruel, que ignora cualquier contexto o responsabilidad directa, pero perfectamente alineado con la lógica de descalificación automática por una tragedia ocurrida durante su gestión. "¡Y tú, Mario Delgado, guarda silencio!". La acusación ya está lista, servida en bandeja: "trabajaste con el Baester y hasta la defendiste". No importa lo que diga ahora, el pasado, o la asociación pasada, es la camisa de fuerza perfecta para amordazar cualquier intento de opinión actual. "¡Y ni se te ocurra abrir la boca, Rocío Nahle!". La sentencia es inapelable: "Dos Bocas costó una fortuna y no funciona". Una obra faraónica con sobrecostos y problemas operativos se convierte en el pecado original que anula cualquier sabiduría presente.
Y así podríamos seguir, en este torneo de quién tiene el pasado más inconveniente, donde la política ha abdicado de la noble tarea de construir argumentos sólidos. La memoria histórica, en lugar de ser una brújula para aprender de los errores pasados y navegar hacia un futuro mejor, se ha convertido en un simple garrote, un arma arrojadiza para golpear al adversario y silenciar cualquier crítica legítima.
¿Que Zedillo, ese apestado por el Fobaproa, tiene razón en que el poder judicial debería ser independiente?. ¡Bah! ¿A quién le importa si tiene razón?. El mero hecho de haber tomado una decisión económica impopular hace décadas lo inhabilita para siempre, según esta brillante lógica de la 4T. Quizás, solo quizás, deberíamos dejar de obsesionarnos con los errores del pasado (al menos para descalificar a los demás) y empezar a exigirles a nuestros políticos por el presente, por lo que hacen aquí y ahora.
Porque, si nos vamos a poner estrictos con esta regla de oro de la descalificación por pifias pasadas (o presentes), entonces la cosa se pone interesante. Si Zedillo queda eternamente mudo por el Fobaproa, perfecto, aceptemos esa regla. Pero entonces, siguiendo esa misma lógica despiadada, la mismísima presidenta Claudia Sheinbaum tampoco debería atreverse a emitir opinión sobre nada.
¿Por qué? Ah, las razones son tan contundentes, tan lapidarias, como las que ella misma esgrime contra Zedillo. Porque a ella "se le cayó el metro", porque a ella "se le cayó el Colegio Rébsamen".
Y, con un sarcasmo que duele, veamos otra joya a la corona de las descalificaciones: "se le cae la democracia". Si un error pasado (o una tragedia bajo su mando) y una situación actual (la supuesta caída de la democracia) son criterios válidos para negar el derecho a opinar, entonces la regla, aplicada con la misma vara, deja a la promotora de la lógica del "expediente" en una posición en la que mejor debería quedarse callada y no opinar de absolutamente nada.
En el espejo cóncavo de la retórica de la cuarta transformación la acidez de la crítica se vuelve contra quien la inició. El garrote de la memoria cuatrotera, cuando se empuña sin brújula, termina golpeando a quien lo blande.
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