Aunque usted no lo crea, hay algo peor que ser la piñata de Estados Unidos -porque lo somos-: el vecino débil, el trapeador de la puerta t...
Aunque usted no lo crea, hay algo peor que ser la piñata de Estados Unidos -porque lo somos-: el vecino débil, el trapeador de la puerta trasera. Somos la nación que simplemente no sabe, no puede y no quiere enfrentar la fortaleza abusiva de un coloso que hace lo que le viene en gana en la frontera y más allá, con la absoluta impunidad que confieren el poder económico, el poder militar, el poder cultural y, sobre todo, el peso histórico. Ah, sí, ese peso histórico que nos recuerda, con una punzada de dolor que hemos anestesiado con tequila y discursos huecos, que la última vez que nos atrevimos a ponernos al brinco perdimos medio país. Y eso, mis estimados, escalda, da pena, da tristeza y da muchísimo coraje que no tiene a dónde ir.
Nos deja con la amarga sensación de ser un país injustamente maltratado.
¿Injustamente?
Permítanme reír a carcajadas. Es el maltrato previsible que recibe el débil del fuerte, el bobo del listo, el que suplica del que impone.
Tomemos el brillante ejemplo de la diplomacia de las visas retiradas a la gobernadora de baja California y su esposo, que es como mirar nuestro reflejo en un espejo cóncavo: deformado y patético. Nuestra presidenta, con un tono de "indignación" –yo lo llamaría más bien de sorpresa pueril–, se asombra de que no se les avisara al retirar la visa al matrimonio.
¡Pero por el amor de Dios! ¿Acaso nos avisaron cuando se las dieron? ¡No!
Un visado, señoras y señores, es una autorización independiente de un país soberano. Es un acto unilateral que dice: "Estos son mis requisitos para entrar; el que cumpla, entra, el que no, se jode". Y eso solo lo puede imponer un país que tiene la capacidad de imponer una metodología de acceso.
¿México tiene esa capacidad? ¡Absolutamente no!.
Y aquí es donde la farsa alcanza niveles épicos de autohumillación. ¿Por qué nosotros, los que exigimos "igualdad en la soberanía", tenemos que mendigar un acceso a ese mismo país? ¿Por qué nuestra gente hace colas de tres meses, como mendigos, en la banqueta de la calle de Hamburgo o Río Danubio, frente a su embajada? ¿Por qué ellos, los ciudadanos estadounidenses, pueden venir a México como Pedro por su patio, o más bien, por nuestro traspatio, sin que les pidamos visa?. Cualquier gringo de medio pelo se sube a un avión con su pasaporte rumbo a Puerto Escondido y se mete a nuestro país como si fuera suyo, y nosotros, como "nación soberana", nos quedamos callados.
¿La razón de esta asimetría insultante? Sencillamente porque no podemos rebatirla ni combatirla. No hay mecanismo, no hay capacidad, no hay forma de imponer sanciones o vigilancia para exigirle a los ciudadanos estadounidenses una visa. Punto.
Mientras tanto, nosotros le "pedimos explicaciones" a Estados Unidos por quitarle la visa a la señora Marina del Pilar y al alcalde de Matamoros. ¿Y qué creen? ¡No las van a dar!. ¿Por qué? Por una sencilla razón, que es la única que importa en el concierto de las naciones, al menos para ellos: "ellos no necesitan darte explicaciones, aunque tú creas que necesitas recibir explicaciones". Esa es la bofetada de realidad. Actúan porque pueden, y la necesidad de entender sus motivos es tan relevante para ellos como un mosquito en el parabrisas.
Pero no se engañe, la joya de la corona en este circo de la sumisión no es la pataleta diplomática por la visa de una gobernadora, ¡no! La verdadera obra maestra de la humillación es que también retiraron la visa... ¡al ganado!. A nuestras pobres vacas, a los "semovientes" –porque hasta para el animal tienen un eufemismo, ¿ven?–, se les ha negado el acceso al paraíso yanqui. Y aquí viene lo más sabroso: el acuerdo previo donde México, con la diligencia del perfecto sirviente, prometió "hacer esfuerzos para evitar ganado... afectado con la plaga". ¡Qué nobleza! Y el gringo, tan caballeroso, "estuvo de acuerdo". ¿Y luego? BAM. Medida unilateral. Y nuestro secretario de Agricultura, con la dignidad del que se siente ofendido en su honor vacuno, se pone "muy indignado, muy enojado". ¡Oh, la furia impotente! ¿Cuánto duró? Lo que tardó en recapacitar o en recibir la llamada de arriba. ¡Es para morirse de la risa!
Todo se nos va en anuncios de negociación. En decir: "Hablé por teléfono con el señor Trump...", o quien sea que esté de turno, y llegamos a una "conversación magnífica y tal y cual". ¿El resultado? Cero redondo. ¿Por qué? Porque al señor de enfrente "no respeta los acuerdos porque no le importan los acuerdos". A él lo único que le importa es la "satisfacción de su clientela electoral". Y, ¡oh, sorpresa!, aquí somos una calca miserable y paupérrima. También nosotros invocamos una soberanía y una igualdad que no podemos practicar para satisfacer a nuestra propia clientela electoral. Es un juego de hipocresía compartida, pero con un pequeño detalle: uno juega desde la cima del poder y el otro desde el lodo de la impotencia.
Por desgracia, no vamos a resolver la desigualdad invocando una igualdad que ni siquiera nosotros podemos practicar. ¿O sí?
A mí ciertamente me encantaría ver que México dijera a partir de mañana: Cualquier ciudadano de los Estados Unidos que quiera entrar a México necesita una visa. ¡A ver si es cierto que somos capaces de practicar la igualdad que estamos rogando!.
A ver si tenemos los... mecanismos.
A ver si tenemos la capacidad.
A ver si no echamos marcha atrás a la primera de cambio, como con el ganado, como con los migrantes, como con el agua, como con el petróleo, como con el fentanilo, como con los aranceles.
La respuesta la conocemos todos, aunque nos duela admitirla: no podemos. Y mientras no podamos, seguiremos siendo el vecino débil, el que mendiga acceso, el que se indigna un ratito y luego negocia el siguiente ultraje, el que es tratado, sin disimulo, como gusano. Y ellos seguirán haciendo lo que quieran, porque pueden. Y nosotros, por desgracia, seguiremos solo hablando de soberanía sin atrevernos a practicarla.